martes, 30 de abril de 2019

Antiguo Puente Saavedra



Hace pocas horas, HISTORIA DE VICENTE LÓPEZ publicó la fotografía identificada como “Playón en Puente Saavedra esperando tren lechero”.
Dicha imagen muestra el edificio original construido para la parada Bosch o Km. 12 (Aristóbulo del Valle desde los años ‘20) del Ferrocarril Central Córdoba (luego del Estado y ahora Belgrano Norte), en su frente norte (hacia la calle Aristóbulo del Valle). Por detrás, hacia la izquierda, entre los dos molinos, se alcanzan a ver ambos taludes de la excavación en trinchera realizada para el tendido de las vías.
Hasta el comienzo de la década de 1960-1970, la leche para consumo domiciliario en el conurbano bonaerense llegaba en los trenes que la traían desde las estaciones de ferrocarril más próximas a los tambos del interior, para ser distribuida por los repartidores con sus carros.
Antes se habían utilizado otras modalidades: la venta al pie de la vaca, con el lechero que llevaba al animal por las calles (en su mayor parte, de tierra) y ordeñaba frente a cada cliente; luego, el lechero que se desplazaba a caballo, llevando los recipientes colgados a uno y otro lado del mismo, como si de alforjas se tratara.
Desde la década 1920-1930 la modalidad de distribución lechera en las zonas urbanas era la venta del producto, sin envasar (suelta), llegando a cada casa en el carro del “lechero”.
Era éste un personaje bien conocido en cada barrio. Llegaba a cada domicilio de sus clientes fijos, con su carro a caballo (en algunos casos primorosamente fileteados) llevando la leche en varios grandes “tarros” o “tachos” metálicos de lechero, de 10 a 20 litros y una especie de jarro también metálico (la “medida”) con capacidad para un litro y cuatro marcas, señalando los cuartos de litro.
Muchos de ellos también vendían crema y manteca.
Generalmente, hacía el recorrido de lunes a sábado, con el domingo como día de descanso.
En los años ’40 al ’60, en Florida Oeste el lechero se abastecía en la estación Florida del FC del Estado (Belgrano Norte). Hasta ahí llegaba el tren lechero, trayendo el producto en grandes “tarros” metálicos, de 40 a 45 litros de capacidad. Cargaba los que el lechero del barrio llevara, vacíos y dejaba los que llegaban llenos, desde los luego de recibirlos, el lechero trasvasaba la leche a los de menor capacidad, para la distribución.
Tenía su domicilio en una casa (que aún existe, con algunas reformas, como la reja a la calle) situada en Hipólito Yrigoyen al 3400, entre Avda. Mitre y Bernardo de Irigoyen (vereda norte), característica de las de la época, con galería y entrada en arco y a un costado, a la derecha, el camino de adoquines como acceso hacia el fondo, donde estaba la caballeriza, se guardaba el carro y aperos y; con un techado donde se lavaban los tarros, las medidas, los batidores y enseres propios de su trabajo.
Hacia mediados de los años ’20 y principios de la década siguiente, Florida Oeste era un lugar abierto, con escasas construcciones y muchos terrenos libres. A unos 150 metros hacia el este de la estación Florida del F.C.G. Belgrano (entonces Parada Agüero, antes Km. 16) estaba el tambo de doña Delicia, que daba a la calle Pringles al 3700 en su actual numeración.
En la foto publicada el 4 de septiembre ppdo. (“A falta de satélites....Vista aérea de Florida, hacia el oeste, ca. 1928” pueden verse dos senderos, que partiendo en trazo de diagonales de sentido opuesto desde la calle Arenales, convergen a la altura del tambo.
En la ciudad de Buenos Aires muchos de los lecheros eran de origen vasco, que ni siquiera vivían en la zona y cada día recorrían muchos kilómetros, no solo para el reparto, sino para llegar desde sus domicilios, en la periferia, para cargar en hora temprana en las estaciones “lecheras”, como Plaza Once o Caballito (trenes del oeste) o Constitución (sur). Salían al comenzar el día, algunos entre la 1 y 2 de la mañana, para recibir el tren al despuntar el día, volviendo a sus casas prácticamente cuando caía el sol.
A principios de la década 1960-1970 tanto la ciudad de Buenos Aires, como las comunas del conurbano bonaerense prohibieron la venta de leche suelta, sin proceso de pasteurizado. Algunos lecheros optaron por cambiar la leche a granel por la que las empresas del ramo entregaban pasteurizada y envasada, en botellas de vidrio reutilizables, de boca ancha, cerrada por una cubierta o tapa metálica. Pero aún así, en pocos años desapareció de los barrios la figura de lechero que recorría sus calles.
En la ciudad de Buenos Aires, el Patio de los Lecheros es un predio ubicado en Donato Álvarez y Bacacay, junto a las vías del ferrocarril, donde Caballito limita con el barrio de Flores. Hasta la década de 1960 era una playa de descarga y aprovisionamiento de leche, traída por los trenes del Ferrocarril Oeste (Sarmiento) originada en los tambos de sus zona de influencia y allí se aprovisionaban los lecheros domiciliarios.
Durante mucho tiempo en desuso y casi en estado de abandono, fue recuperado y puesto en valor respetando su valor histórico. Se preservó el viejo adoquinado, levantando solo una franja lateral que queda cubierta de césped, incrementando la superficie de espacio verde en el barrio. Ahora, el Patio de Lecheros es un espacio cultural y recreativo al barrio, adaptado a los tiempos actuales.
En la imagen que agrego, tomada en los años ’30 desde un punto sobre las vías al este de la estación Aristóbulo del Valle, por debajo del arco del puente de la avenida Maipú, se ve la silueta del edificio de la estación, con el puente peatonal entre ambos andenes, por detrás. Saliendo de la estación, hacia Retiro, un tren remolcado por locomotora de vapor, probablemente una Kitson 0-6-0 o una L2, que se utilizaban entonces, antes ser remplazadas por máquinas diesel. El tramo de trinchera fue cubierto, y se construyó la galería comercial de Puente Saavedra (hoy en estado de abandono). El puente que se ve en la imagen, ya no es el de la vista actual, remplazado por la entrada del túnel sobre el que se construyera la galería.


Cine Electra



El edificio forma parte de la identidad de nuestra Ciudad de Vicente López. Se trata del antiguo Electra Palace, el recordado cine teatro que también formó parte de la historia del barrio de Florida. El viejo cine funcionó más de 50 años, fue inaugurado en Septiembre de 1931 y estuvo abierto hasta fines de los ’90. Por allí pasaron artistas como Luis Sandrini y Nelly Panizza, quien también era vecina de La Lucila.
En la esquina de la Avenida Maipú y Vergara se encuentra un  atractivo edificio que forma parte de la identidad de Vicente López, tanto por su añeja estructura como por la huella de sus años de esplendor, que dejaron grabados a fuego recuerdos imborrables en los habitantes de la ciudad.
El inmueble se trata del antiguo Electra Palace, el recordado cine teatro que formó parte de la historia del barrio de Florida. El viejo cine funcionó por más  de 50 años y estuvo abierto hasta fines de los ’90. Por allí pasaron artistas como Luis Sandrini y Nelly Panizza, actriz y cantante, vecina de La Lucila, quien falleció en 2010 a sus 81 años.
Con el paso de los años y la llegada del nuevo milenio, el último cine de barrio en Vicente López cerró sus puertas, transmitiendo un dejo de nostalgia para los vecinos mayores que suelen frecuentar la zona. Al poco tiempo, la vieja sala de cine fue reemplazada por góndolas, donde un nuevo videoclub exhibía sus películas para alquilar.
Blockbuster permaneció allí cerca de una década, hasta que la llegada de las nuevas tecnologías hizo que la firma se fuera del país. El lugar estuvo más de un año abandonado y los vecinos del barrio temían por su modificación y lo que era peor, su demolición para hacer un nuevo edificio.
Fue entonces cuando vecinos y agrupaciones como la Asociación Fundadores y Pioneros de Vicente López, Centro de Investigación Histórica Vicente López reclamaron medidas para que se conservaran la fachada y su estructura original. Los reclamos también se hicieron sentir a través del grupo “No a la demolición del ex Blockbuster”, en la red social Facebook.
Desde el 12 de diciembre de 2012 allí funciona un outlet de una cadena de indumentaria deportiva, que antes estaba instalado en Maipú al 1900. Gracias al pedido de los vecinos, el edificio conservó su fachada y la comunidad de Vicente López logró mantener vivo el recuerdo del viejo cine de barrio, que no logró sobrevivir al desarrollo de la ciudad.


Bar Santa Paula


Bar Santa Paula

En 1897 nacía este bar junto con la llegada del tren a la zona. Al principio no tenía nombre, hasta los años ‘30: “Había un equipo de polo con ese nombre, y en este bar paraba el ‘Maradona’ de ese deporte, el paisano Manuel Andrada. (En 1930 un equipo argentino llamado Santa Paula realizó una gira por los EEUU. con excelentes resultados y considerada la mejor actuación hasta ese momento realizada por un equipo argentino. El alma de ese equipo se llamaba Manuel Andrada, conocido por todos como el “Paisano” él era un ex capataz de estancia que hizo leyenda, llegando a 9 goles y uno de los pocos en su época que ganó seis campeonatos de Palermo, con cinco equipos distintos: con Santa Paula en 1930 y 1933, con La Rinconada en 1931, con Tortugas en 1935, con Los Indios y el Trébol en 1938 y 1939 respectivamente). Entonces en su honor le pusieron este nombre que hasta hoy lleva”, así lo cuenta el señor Severino Pose. Y agrega: “En aquella década, el local pertenecía a Pedro el ‘Paisa’ Rulfi. Era un bar con vivienda. Luego se agregó, sobre un terreno lindero, el boxing. Tenía un piso de madera y en la puerta un palenque, el típico mostrador y un sótano donde estaban los billares”.
Severino nació en La Coruña, Galicia, y llegó en 1954ª Buenos Aires. Trabajó de mozo durante cinco años hasta que junto a tres socios compró el bar en 1962: “Ahora no se trabaja como antes. Venían los camiones de cerveza, bajaba 200 cajones en octubre, y llegando a fin de año no había más. Allá por el ‘70 éramos dos turnos de 12 horas, no cerrábamos”, recuerda.
“El ‘Santa Paula’ fue una gloriosa institución boxística entre los años ‘40 y ‘70. Al principio se hacían las peleas al aire libre, y en los ‘50, se construyó el boxing techado. Era el único que desafiaba al Luna Park, ya que realizaba sus reuniones los sábados, distinto a la costumbre de los otros clubes que, lo hacían los viernes”, así lo dicen los recortes de diarios de la época colgados en la barra.
Hace un par de décadas, todavía con la existencia del fútbol codificado, el salón del bar se llenaba: “Esto estaba repleto antes del ‘Futbol Para Todos’. Esto nos perjudico mucho ya que las grandes reuniones de simpatizantes del futbol dejaron de asistir. Los domingos en esas cuatro horas del evento, la gente venía dos horas antes para agarrar mesas y sillas, más dos del partido, y se recaudaba más que en un día de semana de punta a punta”. La gran  diferencia entre los divertimentos de la juventud de antes, y la de ahora: eran que: “Después de la cena, la vieja quería escuchar la novela, y ¿a dónde iban los pibes? Al bar. Jugaban un partido a los naipes o al billar. Y los lunes comentaban las carreras, los bailes o el fútbol. De golpe se hacían las 2 o 3 de la mañana y aquí seguíamos trabajando. Pero para los chicos de hoy no existe la ‘barra de la esquina’, están en la casa con la computadora, la Pley o el teléfono Celular”. Severino es el último que queda de 13 hermanos, y su sueño es volver una vez más a su tierra natal: “La última vez que fui, fue hace varios años. Me gustaría hacer el último viaje, no sé cuándo. Saludar a mis sobrinos, vecinos, y algún que otro amigo que quede de la infancia”, confiesa. Y explica qué será de este bar, en un futuro: “Mi hija María Cristina, tiene que seguir con la posta. Ya está trabajando acá, a la mañana. Tengo cuatro nietos: María Candela, Renzo, Lautaro y Valentino. Y ojalá alguno siga con este legado”, adelanta. Las caras que se ven varían poco: “Vienen siempre los mismos, generalmente vecinos, a veces alguno que no es de acá. Pero un día se muere uno, otro día otro y no es como en la guerra, que cae un soldado y ponen otro nuevo. Cada vez somos menos”. Ojala la historia cambie y las nuevas generaciones rescaten ese hermoso momento de reunirse con amigos en el bar del barrio, para seguir contando sus anécdotas, sus alegrías y preocupaciones, una partidita de cartas o un partidito al billar que todavía tenemos, siguiendo una tradición ya casi olvidada.