La Vuelta de Obligado:
El
20 de noviembre de 1845 se produjo el combate de la Vuelta de Obligado, en el
que las fuerzas argentinas opusieron su coraje a las dos fuerzas navales más
grandes del mundo.
Inglaterra
y Francia tenían entonces el dominio de los mares, y en nombre de la libertad
de comercio buscaban expandir sus economías en cualquier lugar del planeta. Las
excusas eran siempre las mismas: defender a sus ciudadanos de los atropellos
cometidos por los dictadores de turno. El siglo XIX era el momento histórico de
la expansión colonialista europea, y el Lejano oriente, Oceanía y Africa fueron los objetivos donde,
paradójicamente, los instrumentos civilizadores de la ciencia y la técnica se
utilizaron para servir a la prepotencia, con agravio de los derechos humanos
más elementales.
América
Latina, a pesar de su reciente independencia política, era otra presa fácil y
apetecible. Su suelo producía generosamente las materias primas necesaria para
alimentar a muchos millones de hombres, y el algodón y el tabaco, entre otros productos,
prometían un tráfico de perspectivas brillantes. Los pretextos para
desencadenar una guerra de conquistas pueden tomar una forma “sui generis”: lo
fundamental era el resultado.
El
tratado Mackau-Arana de 1840, verdadero triunfo diplomático del gobierno de
Rosas, no satisfizo los anhelos franceses, por lo que estos se volvieron a
Inglaterra en busca de ayuda para intervenir conjuntamente en el Río de la
Plata.
El
objetivo comercial -principal finalidad de esta empresa- se centraba en la
libre navegación de sus barcos por nuestros ríos interiores, creando estados
tapones que facilitarían el control político regional. Pero para consumo
externo era necesario ofrecer una motivación romántica y simpática, capaz de
despertar favorables resonancias en el ámbito popular. Entonces, y gracias al
periodismo de Montevideo, que presentaba a Rosas como un monstruo ávido de
sangre, se montó rápidamente una estructura de propaganda para justificar la
intervención de ambas potencias en los asuntos del Río de la Plata por razones
elementales de humanidad (como Francia había hecho en Argelia y Tahití, y como
Inglaterra lo hiciera en China con la “guerra del opio”).
El
siglo XIX es el momento histórico de la expansión colonialista europea. Desde
sus albores el desarrollo industrial determinó a las principales potencias,
Inglaterra y Francia, a embarcarse en una desenfrenada carrera de conquistas
territoriales y de mercados internacionales.
El
lejano Oriente, Oceanía, y luego Africa, fueron los objetivos donde, paradójicamente,
los instrumentos civilizadores de la ciencia y la técnica se usaron para servir
a la prepotencia, con agravio de los derechos humanos.
América
latina, a pesar de su reciente independencia política, era una presa fácil y
apetecible. Su suelo producía generosamente las materias primas necesarias para
alimentar a muchos millones de hombres, y el algodón y el tabaco, entre otros
productos, prometían un tráfico de perspectivas brillantes. Los pretextos para
desencadenar una guerra de conquistas eran secundarios, lo fundamental era el
resultado.
Eso
creyeron, al menos, después de su acción en San Juan de Ulúa, México, frente a
Veracruz. En efecto, una sutileza dio pie a que naves de guerra francesas
destruyeran a cañonazos la fortaleza de dicha ciudad. ¿Motivo? Unos soldados
mejicanos cometieron la travesura de comerle unas golosinas a un confitero
francés sin pagarle: ¡agravio al honor de la Francia! Y la bárbara reacción
bélica.
Fue
para esa época, 1838, cuando Francia da comienzo a su primer bloqueo contra
nuestro país. También por motivos insignificantes e injustificados, como el
apresamiento de algún francés incurso en delitos comunes; el servicio de
milicias que otros extranjeros prestaban sin inconvenientes, originó una
insolente reclamación del vicecónsul en Buenos Aires, Aimé Roger. El gobierno
de la Confederación desestimó el apremiante “ultimátum” del funcionario,
desconociéndole personería, por no ser diplomático. El funcionario se ve
obligado a pedir sus pasaportes.
Llega
enseguida la poderosa escuadra y el francés escribe, ya desde México, a su
país: nada mejor que “infligir a la invencible Buenos Aires un castigo ejemplar
que será una lección saludable a todos los demás estados americanos. La partida
está empeñada y toda la América abre los ojos: corresponde a Francia hacerse
conocer si quiere que se la respete”.
Pero
en el Plata no se repitió la hazaña de San Juan de Ulúa. A pesar de algunos
unitarios en el exilio, la mayoría de ellos repudió el bloqueo y el pueblo
estrechó filas en torno al gobierno, en la emergencia. La gran potencia europea
resigna sus pretensiones y se firma el tratado Mackau-Arana, verdadero triunfo
del gobierno de Buenos Aires.
El
tratado Mackau-Arana de 1840 dejó con la sangre en el ojo tanto a franceses como
a unitarios, mientras el imperio del Brasil recelaba ante el poderío creciente
de la Confederación Argentina. Por ese se envió a Londres la misión del
vizconde de Abrantes, a solicitar la intervención anglo-francesa, junto con el
Brasil, naturalmente, para derrocar a Rosas. Pero las grandes potencias no
querían compartir ventajas con ninguna nación sudamericana, pues a su política
le convenía la balcanización del continente.
A
parecidas razones se debe el fracaso de la gestión llevada a cabo por Florencio
Varela, quien entrevistó a lord Aberdeen y le propuso la independencia de Entre
Ríos y Corrientes, a cambio de un ejército para derrocar al dictador[i].
La
ambición de conquistas territoriales de las potencias europeas era insaciable,
y además, tanto Francia como Inglaterra, acababan de sufrir un rudo golpe en su
prestigio. Estados Unidos acababa de anexarse el estado mejicano de Texas, a
pesar de que las dos naciones europeas habían respaldado a Méjico para impedir
el despojo. Tanto ingleses como franceses necesitaban un éxito militar para
rehabilitarse. El Río de la Plata se presentaba como el pavo de la boda.
Las
sugestiones del vizconde de Abrantes, por un lado, y las seductoras
informaciones de Florencio Varela, por el otro, despertaron el apetito siempre
latente de los imperialismos. La creación de nuevos pequeños estados coincidía,
además, con la conveniencia de las potencias: subdividiendo a las naciones
recién emancipadas, les resultaría fácil controlarlas política y
económicamente.
La causa de la humanidad
El
objetivo comercial, principal finalidad de esta empresa, se concretaba con la
libre navegación de sus barcos por nuestros ríos interiores, pero resultaba
necesario ofrecer para consumo externo, en aquella época de auge del
romanticismo, una motivación simpática, capaz de despertar favorables
resonancias en el ámbito popular.
Entonces,
en base a las noveladas “tablas de sangre” de José Rivera Indarte, y al
periodismo truculento de Montevideo, que presentaban a Rosas como un monstruo
ávido de sangre, se montó una estructura de propaganda para justificar la
intervención anglo-francesa en los asuntos del Río de la Plata por razones
elementales de humanidad. No se podía permanecer indiferente ante los
padecimientos de los habitantes de Buenos Aires y ante el peligro de que
Montevideo cayera a su vez en manos de Oribe, lugarteniente de Rosas.
Vibrantes
debates parlamentarios, sobre todo en la cámara francesa, dieron estado
internacional al grave problema. Ante la prudencia especulativa de Guizot, el
jefe de la oposición, Thiers, produjo uno de sus demagógicos discursos de
siempre. “Montevideo es una colonia francesa, –expresa Thiers- en Montevideo el
terreno es excelente, variado, regado. En Buenos Aires empiezan esas vastas
llanuras llamadas pampas dono es muy difícil el cultivo”. Habla a continuación
directamente de Rosas, “hombre tan célebre por sus crueldades que su barbarie
excede a todo lo que podría deciros… ha fusilado sin juicio, que es el modo más
humano de conducirse en ese país, porque habitualmente se degüella… se ponen
juntos hombres y mujeres entre tablas y se los asierra… Rosas ha colocado
cabezas humanas en los mercados donde habitualmente se expenden las cabezas de
los animales”. El objetivo estaba cumplido. Invocando “la causa de la
humanidad” Francia emprendía por segunda vez una aventura bélica en el Río de
la Plata.
Un turbio negociado
Cuando
está por desatarse en el Plata la agresión de las potencias europeas, un
periodista independiente, Emilio Girardin, denuncia en el diario “La Presse”,
de París, el verdadero sentido de la intervención “El gobierno francés, que hoy
da la mano a Inglaterra, ¿Qué diría, que haría si la Inglaterra hubiese
intervenido con la autoridad en nuestro bloqueo de Buenos Aires, so pretexto de
que ese bloqueo impedía sus relaciones de comercio con el Río de la Plata?. La
cuestión de justicia y derecho político no es diferente por ser la República Argentina
menos fuerte que la Francia y la Inglaterra. Es preciso, pues, buscar en otros
intereses el secreto de la política de Inglaterra. Hemos sostenido que nuestros
compatriotas, tomando las armas en Montevideo, servían para cubrir el agiotaje
tenebroso que con la ayuda del comodoro Purvis hacía una casa inglesa de
Montevideo, la casa de Lafone, dueña de los bienes públicos de ese estado y de
las islas adyacentes. ¿No predijimos que la Inglaterra validaría por medio de
una intervención esas adquisiciones y se colocaría en lugar de sus
connacionales propietarios?... Desde 1808 la Inglaterra se figuró a Montevideo
como otro Cabo de Buena Esperanza con respecto al Pacífico. Ya había ocupado
esa ciudad pero se vio obligada a evacuarla; y para quien conoce su persistencia
y tenacidad, es corriente que su intervención actual en esos parajes oculta sus
miras ambiciosas”.
El
general Tomás Guido, a la sazón embajador de la Confederación Argentina ante el
imperio del Brasil, le escribe a San Martín informándole que la vedadera causa
de la intervención anglo-francesa estaba radicada en un mero problema de
intereses, los pingües negocios que realizaba la casa Lafone y Cía., de
Inglaterra, dueña de la Aduana de Montevideo.
Volver
las cosas a la normalidad, dando por terminada la intervención extranjera en el
Plata, constituiría una especie de lucro cesante, que el comodoro Purvis y
otros dignos guerreros no estaban muy dispuestos a concretar.
El
jefe del gobierno inglés, lord Aberdeen, instruye a su enviado especial, Williams
Gore Ouseley, como ha de desenvolverse la mediación: “La cesación del bloqueo
se obtendrá de inmediato y sin dificultad (refiriéndose al bloqueo argentino
del puerto de Montevideo), como que nada más fácil para las escuadras
combinadas que apresar la argentina”.
El robo de la escuadra
El
26 de julio de 1845, cuando el almirante Brown, comandante de la fuerza naval
argentina que bloqueaba a Montevideo, en cumplimiento de órdenes superiores, se
disponía a regresar a Buenos Aires, tiene lugar un hecho ultrajante que es
conocido en nuestra historia como “el robo de la escuadra”.
Las
corbetas “Comus” y “Sattellite”, de la estación naval francesa, detienen a
cañonazos a la “9 de Julio”, “San Martín” y “25 de Mayo”, mientras que la
“D’Assas” hace lo propio con la “Maipú” y la “Echagüe”.
El
anciano almirante envía entonces al general Rosas estas palabras llenas de
amargura: “Tal agravio demandaba el sacrificio de la vida con honor y solo la
subordinación a las supremas órdenes de V.E., para evitar la aglomeración de
incidentes que complicasen las circunstancias, pudo resolver al que firma a
arriar un pabellón que durante treinta y tres años de continuos triunfos ha
sostenido con toda dignidad en las aguas del Plata”.
Poco
después, la escuadra argentina, que bloqueaba el puerto de Montevideo a las
órdenes del almirante Brown, fue apresada, cumpliéndose la consigna
ministerial. Pocas veces se había asistido a un atropello más flagrante de las
normas del derecho internacional. Las potencias agresoras organizaron
hábilmente lo que hoy denominamos “guerra psicológica”, pero no pudieron
impedir los comentarios de la prensa, “Triunfe la Confederación Argentina o
acabe con honor, Rosas, a pesar del epíteto de déspota con que lo difaman, será
reputado en la posteridad como el único jefe americano del sur que ha resistido
intrépido las violentas agresiones de las dos naciones más poderosas del Viejo
Mundo”; decía “O Brado de Amazonas”; De Río de Janeiro, el 13 de diciembre de
1845. “O Sentinella da Monarchia”, del mismo origen, del día 17, se expresaba
así: “Sean cuales fueran las faltas de este hombre extraordinario, nadie ve en
él sino al ilustre defensor de la causa americana, el grande hombre de América,
sea que triunfe o que sucumba”. El ex presidente de Chile, general Pinto, le
escribe al ministro plenipotenciario argentino: “Todos los chilenos nos
avergonzamos que haya en Chile dos periódicos que defienden la legalidad de la
traición a su país, y usted sabe quiénes son sus redactores”.
Una carta de San Martín
El
Libertador se halaba a muchas millas de su patria, pero seguía atentamente los
acontecimientos que aquí se desarrollaban. Consultado por Federico Dickson
sobre las posibilidades militares que, a su juicio, podrían tener los
invasores, contestó con una carta definitoria, seria, circunspecta, de sentido
estrictamente profesional, pero destinada a los gabinetes de las potencias
europeas: “Bien es sabido la firmeza de carácter del jefe que preside la
República Argentina; nadie ignora el ascendiente muy marcado que posee, sobre
todo en la vasta campaña de Buenos Aires y resto de las provincias. Y aunque no
dudo que en la Capital tenga un número de enemigos personales, estoy convencido
de que bien sea por orgullo nacional, temor, o bien por las prevenciones
heredadas de los españoles hacia los extranjeros, ellos en su totalidad se le
unirán y tomarán parte activa en la actual contienda. Por otra parte es
menester conocer (como la experiencia lo tiene acreditado) que el bloqueo que
se ha declarado no tiene en las nuevas repúblicas de América, y sobre todo en
la Argentina, la misma influencia que tiene en Europa. Solo afectará a un corto
número de propietarios, pero a la masa del pueblo que no conoce las necesidades
de la de estos países, le será bien indiferente su continuación.
Si
las dos potencias quieren llevar adelante las hostilidades, es decir, declarar
la guerra, yo no dudo un momento que podrán apoderarse de Buenos Aires con más
o menor pérdida de hombres y gastos, pero estoy convencido que no podrán
sostenerse mucho tiempo en posesión de ella: los ganados, primer alimento, o
por decirlo mejor, único en el pueblo, puede ser retirado en muy pocos días a
distancia de muchas leguas; lo mismo que las caballadas y demás medios de
transporte, y los pozos de las estancias inutilizados. En fin, formar un
verdadero desierto de doscientas leguas de llanura sin agua ni leña, imposible
de atravesar por una fuerza europea, la que correrá más peligro a proporción
que sea más numerosa si trata de internarse. Sostener una guerra en América con
tropas europeas, no solo es muy costoso, sino más que dudoso su buen éxito.
Tratar de hacerlo con hijos del país mucho más dificultoso, y aún creo que
imposible encontrar quien quiera enrolarse con el extranjero.
En
conclusión: 8.000 hombres de caballería del país y 25 o 30 piezas de
artillería, fuerzas que con mucha facilidad puede mantener el general Rosas,
son suficientes para mantener en un cerrado bloqueo terrestre a Buenos Aires, y
también impedir que un ejército europeo de 20.000 hombres salga a más de
treinta leguas de la Capital sin exponerse a una completa ruina por falta de
todo recurso. Tal es mi opinión, y la experiencia lo demostrará”.
San
Martín decía al comienzo de esta carta que no entraba a juzgar la justicia o
injusticia de la guerra que llevaban las escuadras combinadas franco-inglesas
sobre Buenos Aires, limitándose a dar una opinión de carácter técnico. En
Europa se sabía quién era San Martín. Es de imaginar el efecto que hizo su
carta por la amplia difusión periodística que alcanzó. El Libertador prestó una
vez más un gran servicio a su patria.
En
tanto los unitarios de Montevideo se expresaban desde las columnas de “El
Nacional” y “El Comercio del Plata”, aludiendo a la actitud de los argentinos
en relación con los invasores extranjeros: “¿Cómo ha de combatir un pueblo
contra los hombres a quienes mira cómo libertadores?”. Y José Luis Bustamante,
secretario y consejero de Fructuoso Rivera, en un libro que tituló “Los errores
de la intervención anglo-francesa”, abre sin reservas su pensamiento de este
modo: “Los pueblos del Alto Perú, saludando a sus nuevos amigos y protectores
(se refiere, como es de suponer, a los invasores europeos) prontos a continuar
la campaña santa de la libertad, verían con placentera esperanza flamear en sus
costas y fuertes la bandera de la Francia y la Inglaterra”.
Sin
embargo, hombres de valía reaccionaron ante la agresión. Uno de ellos fue el
coronel Martiniano Chilavert. Había sido jefe de estado mayor en el ejército de
Lavalle y era considerado el artillero científico por antonomasia. Coloca el
patriotismo por encima del partidismo, y se dirige resueltamente a Oribe en una
hermosa carta: “En todas pos posiciones en que el destino me ha colocado, el
amor a mi país ha sido el sentimiento más enérgico de mi corazón. Su honor y su
dignidad me merecen religioso respeto. Considero el más espantoso crimen llevar
contra él las armas del extranjero”.
Juan
Bautista Alberdi fue uno de los más talentosos unitarios enemigos de Rosas, pero
en su fecunda y lúcida madurez se le debe esta significativa frase: “Prefiero a
los dictadores de mi patria que a los libertadores extranjeros”.
Lucio Mansilla
El
jefe que dirigió las fuerzas de la Confederación en esa inolvidable jornada era
un veterano de la Independencia, de 53 años, natural de Buenos Aires, a la que
defendió de las invasiones inglesas siendo casi un niño, bajo las órdenes de
Liniers. Poco más tarde luchó junto a Artigas para desalojar a los portugueses
de la provincia Oriental, y ese no fue su único aporte en tal sentido:
intervino en el sitio de Montevideo, al lado del general Rondeau, y en las
filas comandadas por el coronel Domingo French, que tomaron por asalto la
fortaleza portuguesa “El Quilombo”, sobre el río Yaguarón. Por esa campaña se
le concede un honroso escudo de plata y se le nombra “Benemérito de la Patria
en grado heroico”.
Posteriormente
se le destina al Ejército de los Andes, donde San Martín le confía misiones de
responsabilidad. Con el grado de mayor interviene en la batalla de Chacabuco, y
su desempeño le hace acreedor a la medalla de oro que le otorga el gobierno de
las Provincias Unidas, mientras el de Chile lo nombra oficial de la Legión del
Mérito y le acuerda medallas y cordones. Maipú rubrica esta nueva etapa del
joven guerrero, que luego inicia una campaña en el sur de Chile bajo la
dirección de Las Heras.
En
1820 regresa a Buenos Aires, con solo 28 años, y a través de su amistad con
Alvear y Sarratea, conoce al entrerriano Francisco Ramírez. Este lo invita a
acompañarlo a Entre Ríos, ayudándolo a organizar su ejército y en la tarea de
estructurar la naciente “República de Entre Ríos”. Poco después protagonizará
Mansilla un episodio oscuro, el del abandono que hizo del caudillo entrerriano
cuando éste se lanzó a invadir Santa Fe. Habíale ordenado Ramírez que pasara el
río Paraná en unos buques para atacar la capital de la provincia donde dominaba
Estanislao López; este ataque estaría combinado con el avance que debería
efectuar Ramírez al sur de Coronda. Pero Mansilla defeccionó. Al llegar frente
a Santa Fe y luego de disparar algunos cañonazos, algo misterioso ocurrió, y
después de pasar una noche inactivo frente a una plaza casi indefensa, Mansilla
ordenó repasar el río y volver a Entre Ríos.
La
defección del porteño significó la derrota posterior de Ramírez, y luego su
muerte. Mansilla explicaría años más tarde este episodio, diciendo que él no
podía cooperar con el caudillo entrerriano en una acción que estaba dirigida
contra Buenos Aires. Pero esto debió decirlo antes de participar en los planes
de Ramírez. Se dijo en su momento –y Saldías recoge la versión- que hubo una
cuestión de faldas; que Mansilla estaría enamorado de la Delfina, la bella
amante portuguesa del Supremo y, despechado ante la preferencia de ella, dejó
fracasar una acción que sabía decisiva para su jefe. Sea como sea, la actuación
posterior de Mansilla no tiene puntos negros como éste, pero que algo extraño
pasó en esa oportunidad, es indudable.
Después
de la muerte de Ramírez y de un breve interregno, Mansilla se hace elegir
gobernador de Entre Ríos. Resulta ser un buen administrador, pone paz en la
tierra de las cuchillas y hace sancionar una de las primeras constituciones
provinciales. Cuando termina su mandato la legislatura de la provincia le hace
donación de grandes extensiones de tierra, que serían luego la base de su
fortuna.
No
aceptó la reelección, pero la provincia lo elige diputado al Congreso de 1824.
Fueron asombrosas para muchos las cualidades de orador brillante que demostró
en esas funciones, votando favorablemente el proyecto Rivadavia de constitución
unitaria.
Declarada
la guerra al Brasil, Rivadavia lo nombra comandante de costas, pero poco
después se incorpora al ejército de Alvear. Siendo ya general de división, se
distingue en Camacuá, y manda en jefe en la batalla de Ombú, en la cual derrota
completamente al famoso general brasileño Bentos Manuel, que por esa razón
estuvo ausente de Ituzaingó. Su destacado desempeño ganó le ha Mansilla el
nombramiento de jefe de estado mayor.
Al
volver el ejército a Buenos Aires, Mansilla opta por retirarse a la vida
privada, de la que en 1834 lo saca el general Viamonte, nombrándole jefe de
policía. Cuñado de Rosas, no intervino nunca en la lucha de partidos, pero fue
miembro conspicuo de la legislatura durante varios períodos. En 1845 este
hombre era comandante en jefe del departamento del Norte. A él confió Rosas el
mando de las fuerzas que enfrentarían al enemigo.
Memorias del General Paz.
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